...que los caminos se bifurquen en escritura que se bifurca en escritura que se bifurca en escritura que se bifurca... Que el pensamiento se haga red y la red, encuentro...

domingo, 26 de agosto de 2012

El par (por Ignacio Del Campo Iturregui*)



Asunción, 20/11/11


Ahora que estoy en mi lecho de muerte puedo finalmente dar luz a lo que ha hecho mi hermano. Alguno me recordará como un sagaz criminal; otro podrá decir que fui un enfermo psiquiátrico, y ambos no estarán tan equivocados. Confío en que alguien dirá que fui un héroe. Lo cierto es que no creo que haya otro caso como el mío en la historia y es por eso que he decidido compartirlo con el mundo. Alguno intentará imitarme, pero sepan que yo he sido el primero en hacer algo de estas características; si hay en la historia un caso similar, es pura coincidencia y dudo que sea del mismo calibre.
Antes que nada, quisiera enseñarle al lector la carta que me envió mi hermano muchos años atrás. He decidido transcribirla respetando todo lo que él quiso decir, aunque quizás añada algo o la edite un poco, pues en definitiva su voz es ahora la mía.

 [1]Querido Hermano,

Debo pedirte que mantengas en absoluto secreto esta correspondencia, pues las consecuencias de que alguien más que nosotros sepa lo que ocurrió pueden ser fatales. He decidido relatarte lo que ocurrió como si fuera una reflexión personal, como si hablara conmigo mismo pues, en definitiva, hablar contigo es como hablarme en un espejo.
La noche del 22 de este mes me encontraba haciendo guardia en el hospital, como suelo hacer los viernes. Como te he comentado, en estos tiempos los argentinos recurren más a clínicas privadas pues creen que tendrán un mejor servicio (¡Qué bobos!), por tanto no había pacientes que ingresaran. Decidí dar un paseo por las habitaciones del segundo piso, que suelen estar ocupadas por los enfermos terminales que no reciben visitas a menudo. Recordé que en una de las habitaciones estaba postrada una mujer que yo había atendido hacía unos meses; sufría de un raro síndrome autoinmune que le fue paralizando todo el cuerpo. Entré a verla. Al acercarme noté un peculiar brillo en sus claros ojos, una extraña señal; encarcelada en esa prisión que llamamos cuerpo, diluida infinitamente en la materia, su alma hacía un llamado desesperado. Su mirada, sin embargo, transmitía serenidad; su ceño era inexpresivo y lucía una sonrisa débil, de finos y pálidos labios que apenas dejaban ver una simétrica dentadura. Cualquier torpe observador, bajo estos signos, sin dudas creería estar viendo a la más sosegada persona. Pero tú y yo tenemos experiencia con gente paralizada y sabemos que sus caras, al estar petrificadas, no sirven como instrumentos de expresión. La clave siempre está en el par de ojos.
Aquella noche alguien pudo, o no, notarlo. -Alguien -su alma se decía (esto creo yo)-, debe ser capaz de oírme. Ese alguien fui Yo, aunque bien pudieras haber sido Tú. En los ojos de aquella mujer oí su grito ahogado y enseguida comprendí cuál era mi labor.
Al día siguiente convencí a René de que la paciente debía ser trasladada a otra habitación, donde otros no la molestaran. Un enfermero me ayudó a recostarla en la camilla de la nueva habitación; le pedí que nos dejaran solos. La miré a los ojos y le pregunté si hacía lo correcto: sólo pestañeó, o al menos eso creí ver. Con mi mente impávida me dirigí hacia el cuarto de medicamentos del primer piso, listo para enfrentar cualquier eventualidad. El cuarto estaba vacío, como esperaba, y obtuve el frasco de ácido ciandiúrico sin complicaciones. Volví a la habitación y trabé la puerta rápidamente. Sobre la mesa de luz, un florero de cristal trabajado sostenía los cuerpos sin vida de dos claveles rosados. Enseguida se me ocurrió que este sería el cáliz, así que tiré las flores en el baño, me lavé las manos y llené el recipiente hasta la mitad con agua, que sería el vino. Dos gotas del ácido serían el agua. Sabía que una bastaría, pero quería estar seguro de que harían efecto y, además, como sabes, los números pares siempre nos gustaron. Terminada la consagración, me acerqué sigilosamente (no se por qué) y vi que su rictus seguía inmutable. Abrí su boca y noté, no sin sorpresa, que su aliento olía levemente a menta; me recordó al té de peperina de Mamá. Poco a poco, para no ahogarla (¡qué irónico es mi hermano!), vertí la mitad del líquido en su boca. Cuidadosamente había colocado una o dos almohadas detrás de su espalda para que el líquido bajara con facilidad. Consumado el sacramento, llevé el cáliz al baño y me vi en el espejo; descubrí algo raro en mi mirada. Por un instante vi a un demente limpiando las pruebas de su crimen; me pareció que tenía algún parecido con ese doctor prófugo acusado de homicidio en el hospital donde tú trabajabas, que tú me has mencionado por teléfono y que alguna vez mostraron en el noticioso que miro por la mañana[2] Luego entré en razón y me convencí de que estaba haciendo lo correcto. Argüí que tantas horas de trabajo no me estaban haciendo bien y que debía hablar ese mismo día con mi jefe para tratar de reducirlas.
Volví a la habitación y le tomé el pulso: demasiado débil, pero innegable. Me senté a esperar en el sillón que estaba junto a la ventana. Encendí un cigarrillo no sin antes dudar (¡qué estúpido!) de si le molestaría a la mujer. Recuerdo cómo cada bocanada me tranquilizaba un poco más y me confirmaba que estaba haciendo lo correcto. Una cálida brisa agitó delicadamente las cortinas floreadas y fue imposible no acordarme de las de Mamá, de cuando vivía Mamá, de cuando todavía podía hamacarnos en el patio, llevarnos a la escuela y coser por las tardes... de sus días antes de la parálisis. De repente escuché ruidos en el pasillo; arrojé mi cigarrillo por la ventana y le tomé el pulso: no sentí nada. Nuevamente lo intenté. Un silencio apócrifo acompañó la ola helada que recorrió mi cuerpo desde los pies hasta la nuca. Sentí agua en la espalda y mi corazón latía férvidamente. A partir de ese instante el tiempo se tornó inverosímil (¿o quizás ya lo era?); todo ocurría muy lentamente, pero mi nerviosismo y mi ansiedad aumentaban sin control. Dios decidió hacer infinitamente largos esos minutos de tortura. Quizá una parte de mí, arrepentida, quiso castigarme. Observé su cara con atención y descubrí que su mirada angelical ya no estaba; había desaparecido junto a su sonrisa y al extraño brillo de sus ojos; un par lágrimas se secaban al final de su barbilla. Hora de defunción: 2.00 PM. Aterrorizado, huí del hospital, que para aquel momento ya era un laberinto de pasillos y de salas, en una escapada que pareció durar dos o cuatro horas, aunque no debió haber sido más de un par de minutos.
Me dirigí al parque que visito frecuentemente cerca de casa y me senté en el medio de un banco. Abrí mi caja de Marlboro y vi que sólo quedaba un par de cigarrillos. Me debo haber fumado ambos, aunque no lo recuerdo, pero sé que pronto todas las dudas se habían disipado. Lo peor ya había pasado y ahora estaba sereno y conforme con mi accionar. Reconocí cómo, aquella noche, hábilmente supe ver lo que nadie más que nosotros hubiera podido.  Pude liberar un alma de su encierro terrenal y comprendí, en el parque, que había cumplido un rol fundamental en el divino ciclo de las almas. Muchos desearían conducir la barca a través del Aqueronte, pero esa noche fui profusamente más relevante; debía estar orgulloso. Esa alma ahora estaba libre para ocupar el cuerpo de una niña en Bruselas, o de un varón en las selvas de Guatemala o, por qué no, de unos siameses en China, si es que los siameses también comparten el alma. Por un momento me atormentó la idea de que aquella alma pudiera haber ocupado el cuerpo de Mamá (¿te imaginas?) y yo, entonces, sin darme cuenta, fui el guarda de su karma (¿no es análoga la trama acaso?). Para los hindúes algunas historias se repiten en cierto número (par, seguramente) de vidas consecutivas, hasta que el alma puede liberarse de su karma. Algunos físicos, los más implacables, creen que el tiempo es indefectiblemente cíclico pues sólo así el universo puede estar en equilibrio; difaman, naturalmente, la idea de un karma extinguible. - El karma -dicen- sirve como combustible inagotable del motor del ciclo infernal, e infinito, de vidas.
Para tu alivio, pues, —sé que odias cuando empiezo a pensar y pensar en alguna idea “rara”— un par de gorriones pasó delante de mí y me arrojó nuevamente a la realidad. Por unos días me ausenté del trabajo para poder volver descansado; aquel delirio con el espejo me había asustado. En el hospital nadie se molestó en investigar las causas de la muerte; cuando me llamaron dije que había sido una muerte natural y me creyeron.
Te he contado todo lo que sucedió tal cual aconteció, hermano mío. ¿Qué piensas al respecto? No puedo evitar reflexionar sobre mi posible error, un error de interpretación ¿Qué tal si me he equivocado al interpretar sus ojos? Me aterra pensar que he jugado a ser Dios. ¡A veces pienso que soy un asesino hermano! ¿Me amarías igual si lo fuera?  Espero que sepas comprenderme, tú que siempre has tenido una reputación intachable, tú que has sido siempre...

La carta continúa, pero sólo repite más alabanzas y pedidos de aprobación. Mi hermano fue siempre el más débil de los dos; se la pasaba dudando de su accionar y no podía sentirse conforme sin mi asentimiento. Yo, en cambio, soy el más fuerte y el líder del par. Siempre he hecho todo por mí mismo y muchas veces pequé de impulsivo.  De cualquier forma, cuando finalicé la lectura de la carta, no estaba seguro de lo que debía hacer. Examiné con cuidado todas las posibilidades y concluí que denunciar a mi hermano era la mejor manera de protegerlo.
Al día siguiente, fui a la comisaría y mostré la carta (también en aquel momento tuve que reescribirla, pero nadie lo hubiera notado pues podía imitar su firma a la perfección). Me pidieron mi declaración y me dijeron que se comunicarían con la policía en Argentina para que pudiera ser detenido cuanto antes. Sé que lo hicieron, pues días después compré un diario argentino en un café que frecuentaban turistas; en un pequeño recuadro de alguna página del lado izquierdo se informaba que un doctor del Hospital de Clínicas estaba siendo investigado por presunto homicidio doloso y que la policía no había podido encontrarlo hasta el momento. El plan estaba funcionando como esperábamos.
Días más tarde me citó el comisario, furioso, para acusarme de haber ocultado la información, a su entender fundamental, de que éramos hermanos gemelos. El comisario Acosta dudó de la veracidad de la carta y sugirió que yo podía ser el asesino. -Una simple prueba de caligrafía -le dije-, puede demostrarle que no fui yo quien escribió esa carta, sino mi hermano. Luego de la pericia, quedó satisfecho.
Meses pasaron y la investigación en Argentina ya había mermado; mi hermano seguía prófugo (nadie se había dado cuenta de que yo lo ocultaba en mi casa) y no había pruebas contundentes, además de la carta, que ligaran alguna de las muertes del hospital de aquel día con mi hermano.
Pasaron uno o dos años hasta que un día llegó un telegrama que informaba acerca del hallazgo del cuerpo de mi hermano en un hotelucho de Venado Tuerto, en la provincia de Buenos Aires. Viajé de inmediato, muy apenado, para llegar al entierro. A ningún pueblerino (¿a ningún “tuerto”?) le pareció inaudito que el difunto contara únicamente con la presencia de su repatriado hermano. El cajón estaba cerrado, como había solicitado, y cuando me preguntaron si quería ver el cuerpo me negué firmemente. Observé cómo enterraban el cajón que contenía el cuerpo de aquel infeliz, cuya identidad desconocíamos, pero del que imaginamos que había sido un tuerto con algún nombre, por qué no, también bello por simétrico: Otto o Reinier. Lloré convincentemente, aunque no fue necesario impostar ante alguien; antes de irme, arrojé sobre la tierra dos claveles rosados que robé, con disimulo, de otra tumba. El entierro sirvió, a su vez, de entierro simbólico, pues de verdad mi hermano estaba muriendo, para siempre, dentro de mí. Volví a Paraguay con la satisfacción y la alegría de saber que el caso había sido irrevocablemente archivado.
Continué con mi vida felizmente y envejecí sin ningún otro problema hasta que enfermé de un raro síndrome unos meses atrás. Dicen algunos que en el instante antes de morir uno puede vislumbrar toda su vida al mismo tiempo; otros, quizá más moderados, proponen un fenómeno en mi opinión más interesante: en el último instante de vida uno puede ver con claridad un día y una noche de su historia. La noche de ayer, creo yo, será la que veré. Me visitó a terapia intensiva el retirado Acosta. Después de veinte años, un nuevo cabo, revisando viejos archivos, se dio cuenta de que la carta de mi hermano era falsa ya que no tenía estampillas. Al avisarle al ex comisario este decidió investigar cómo y cuándo realmente yo había inmigrado a Paraguay. Al fin, alguien había descubierto mi plan; así me lo había propuesto, por eso no quise ejecutarlo a la perfección; de cualquier manera sé que ha sido uno de los más brillantes jamás realizados. La visita de Acosta me permite finalmente poder contarlo todo e inmortalizarnos en la historia. Estoy seguro de que él publicará esta declaración. Si la entrego a algún enfermero, este la desechará pensando que son alucinaciones por la morfina que me administran.
Quizá lo más llamativo fue que Acosta me preguntó por qué use el recurso del hermano gemelo, cuando podría haber utilizado otras tácticas, a su juicio, más inteligentes y más prácticas; -la carta, las estampillas, el doble rol de Remitente y Destinatario, son todas complicaciones -me dijo-. Le dije, le digo, que yo no lo he inventado, que mi hermano existió, pero fuimos un solo ser. El ex comisario no me creyó y razonó, como era de esperar, que mi insensatez se debía a la morfina.
Espero que ahora, cuando lea esto, entienda que mi hermano y yo siempre hemos coexistido; somos, o fuimos, dos almas encerradas en un mismo cuerpo, dos caras de la misma moneda. Mi hermano nunca pudo, o no quiso, darse cuenta de esta realidad; él creía que éramos dos personas totalmente distinguibles. Su única sospecha fue cuando se miró al espejo y vio su identidad distorsionada; el espejo no mostraba su reflejo, sino el mío. Fui yo quien cometió, o no, el error de interpretación, y por lo tanto soy el verdadero responsable de la muerte. Mi hermano, confundido, redactó esa carta, que es verídica y honesta, y yo vislumbré cómo podía utilizarla para sobrevivir y para formar parte de la historia. Temiendo que sus debilidades terminaran delatándonos, urdí una estrategia que, para su infortunio, incluía su completa eliminación; decidí forzarlo, en un momento de debilidad, a un eterno estado de latencia en el cuerpo que cohabitamos.
Ahora que he revelado toda la verdad, señor Acosta, sólo me resta pedirle un último favor a cambio de este escrito: si todavía estoy vivo cuando lo lea, en mi bolso encontrará el frasquito del ácido ciandiúrico; agregue dos gotitas a mi suero… ya sabe, para cerciorarnos de que haga efecto y porque la paridad es siempre más bella.


                                                                                                           Ariel Leira




[1] Esta carta la recibí el día 19 de Febrero del año 1981 o 1982, no recuerdo bien. No tenía remitente ni estampillas.
[2] Esta información es falsa, se debió haber confundido ¡Ningún doctor en la historia de aquel hospital había sido acusado de homicidio hasta veinte años después!

* Ignacio es estudiante de Biotecnología de la UNQ

miércoles, 15 de febrero de 2012

El Club De La Pelea (David Fincher, EEUU, 1999), por Patricio Oberst*

Este film nos revela de una manera muy singular, que lo que nos define como personas o seres humanos, no es lo que hacemos, sino lo que CONSUMIMOS. La película se enfoca en descubrir quién es verdaderamente uno.
El film cuenta la historia de un consumidor y sufridor de insomnio (Edward Norton), que cree que cuando uno no puede dormir, todo lo que gira a su alrededor es una copia de una copia. Durante un viaje de negocios conoce a un excéntrico y carismático vendedor de jabones llamado Tyler Durden (Brad Pitt). Juntos van a utilizar la violencia como un nuevo tipo de terapia de grupo, que va a desencadenar actos que llevarán a ambos a su destrucción.  
Si observamos detalladamente algunos fragmentos de la película, podemos ver que en nuestro  narrador, cuyo nombre desconocemos (expresa lo que siente bajo el seudónimo de Jack, nombre que saca de un artículo), empieza a gestarse su alter ego. Sus primeras apariciones son en el trabajo y, más importante todavía, en los lugares donde busca ayuda para curar su insomnio: cuando va al médico, el mismo le recomienda que vaya a los grupos de autoayuda, donde Tyler aparece otra vez. El alter ego, o su locura mejor dicho, se desata cuando su departamento explota, destruyendo así todas sus pertenencias. Esto lo vemos en una de las frases más importantes y relevantes de la película cuando Tyler le dice: “Sólo cuando perdemos todo, somos libres de hacer lo que queremos”.
Cuando Marla (Helena Bonham Carter) entra en la vida de Jack, la historia toma un rumbo totalmente diferente. Ella aparece en dos momentos muy cruciales: uno es cuando él  está empezando a superar su insomnio, convirtiéndose en adicto a los grupos de autoayuda, ya que es un farsante al igual que ella, (ésta podría ser la primera aparición de un doble en la película). La segunda vez que ella vuelve a aparecer, es cuando Tyler y Jack ya viven juntos. La aparición de Marla en la historia me recuerda a películas como El secreto de Mary Reiily o Pacto de Amor en las que una mujer es la que desencadena todos los problemas y lleva a nuestros personajes principales a la muerte.
El doble no sólo se refleja en nuestro narrador, sino también en el Club de la Pelea que él junto a Tyler han creado:
La primera regla del Club de la Pelea es:
Nadie habla sobre el Club de la Pelea
La Segunda regla del Club de la Pelea es:
Nadie habla sobre el Club de la Pelea”
Para Tyler uno llega a conocerse verdaderamente cuando pelea, es así que en el Club no importa si el que participa es gerente de una empresa y su rival un mozo de un restaurant. Allí son todos iguales.
El Club de la Pelea comienza como la desesperación y locura de “Jack”, que se convertirá en la salvación para otros.
Si luego de ver la película, volvemos a leer la primera frase: “La gente siempre me pregunta si conozco a Tyler Durden”,  sería otra forma de decir: “La gente siempre me pregunta si ME CONOZCO a mí mismo”.

*Patricio Oberst es estudiante.

miércoles, 8 de febrero de 2012

"Las ruinas circulares" por Raquel Alisio*

Johnny Depp en su interpretación
del sombrerero loco

Alicia suspiró fastidiada.
—Me parece que podría emplear mejor el tiempo— dijo —en vez de perderlo haciendo adivinanzas que no tienen respuesta.
—Si conocieses el tiempo tan bien como yo— dijo el Sombrerero —lo tratarías con más respeto
Alicia en el País de las maravillas
Lewis Carroll

“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”…
“Nadie”, pronombre indefinido que nos lleva a una focalización que provoca en el lector ambigüedad.
“Nadie vio la canoa de bambú…” “Nadie ignoraba que el taciturno venía del Sur…”
Nuevas marcas de vaguedad, ambigüedad, que anticipan el desdibujamiento entre realidad y sueño.
Narrado en tercera persona, el clima y lugar donde se desarrolla el cuento son atrapantes, juego onírico. ¡Historia fantástica de un hombre que sueña con otro hombre! ¡Un Adan de los sueños creado por otro ser soñado!
“No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre; qué humillación incomparable, qué vértigo”…
El personaje es un hombre que venía del Sur y que besó el fango de tierras sagradas, había llegado a ese templo circular, que  había sido el dominio absoluto del Dios Fuego, donde todo es posible, donde la vida alcanza el grado máximo de purificación, purificación que sólo los nativos recuerdan.
“Quería soñar un hombre con integridad, con máxima pureza e imponerlo a la realidad”,
Merecedor de participar del Universo, lo creó desde la materia vertiginosa de los sueños, no desde la materia o el barro.
El soñador se constituyó como un semi-dios creador. El mismo tema desarrolla Borges  en el poema “El Golem”:
“El simulacro alzó los somnolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdido en rumores
y ensayó temerosos movimientos…”
El soñador imploró que su “hijo” se pusiera de pie, pero nada de eso ocurrió.
Apareció el dios del Fuego, el dios del templo circular que hizo pacto con el soñador y le aseguró que su deseo se cumpliría al darle un corazón latente y que guardaría el secreto. Sólo ellos dos sabrían que era un ser soñado.
Sólo que debería partir hacia otro templo, aguas abajo, una vez que ese ser hubiera aprendido los ritos y todos los secretos del Universo. Templos repetidos e idénticos como los soñadores.
“No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre.”
Comprendió con gran cansancio que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo…
“Cuando esté muerto, copiarás a otro
Y luego a otro, a otro, a otro, a otro…"
(“Al espejo”) Jorge Luis Borges.

*Raquel Alisio es docente retirada.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

"Acá estoy" (por Victoria Martínez Moroy*)

La manifestación de lo que uno quiere ser a través de los sueños y lo que en realidad uno es. ¿O no es? En el corto creativo "Acá estoy" se intenta explicar de manera artística el conflicto entre el yo interno y el yo que quiere ser y está reprimido. ¿Qué pasaría si nuestro 'yo' indebido tomase venganza de nuestras acciones? ¿Y qué pasaría si en realidad ese 'yo' indebido es lo que somos y estamos entendiendo la realidad de otra manera?
El espejo como símbolo del doble y de la crisis de la personalidad. Este corto nos lleva a pensar quiénes somos en realidad y la figura de amor-odio a través de la cual nos acercamos a nosotros mismos...




*Victoria tiene 16 años y es una prometedora cuentista y poeta, alumna de la NES (Nueva escuela del sur). Ha recibido algunos premios por sus escritos como la tercera mención del concurso de APOA 2011 (Asociación de poetas argentinos) en el que participaron miles de adolescentes seleccionados a lo largo y a lo ancho del país.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El doppelgänger en "La casa de azúcar" * por Lorena Ponce

El doppelgänger o el mito de los gemelos idénticos hace referencia a dos identidades diferentes, aunque iguales físicamente. Quienes rodean a estos individuos piensan que son uno solo, lo que lleva a equívocos en las comedias o usurpación de la identidad en el drama.  Esto último es lo que parece sufrir Cristina, el personaje del cuento “La casa de azúcar” de Silvina Ocampo. La usurpación es gradual y se concreta totalmente hacia el final de la historia. Es entonces cuando confirmamos quién es su doble y por qué Cristina actúa de una manera distinta de cómo era cuando la conoció Carlos, su esposo. De hecho, su cónyuge dice al respecto: “advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa”. Estos cambios se manifiestan al poco tiempo de la llegada del matrimonio a la nueva casa. ¿Tiene algo que ver la casa? Es más, ella “quiere un departamento nuevo” porque de lo contrario “el destino de los ocupantes influiría sobre su vida”. Algo que parece premonitorio. Mientras, su marido le oculta que ellos no son los primeros habitantes por temor a recibir diversas represalias de su mujer que es una supersticiosa empedernida.
En el cuento, Cristina recibe la visita de una muchacha  y de un hombre disfrazado de mujer quienes ven en ella  a una tal Violeta (habitante anterior de la vivienda en cuestión) mientras él sin querer y a escondidas observa cómo uno y otro insisten en llamarla por ese nombre. Cristina niega absolutamente tener algo que ver con esa desconocida y todo reclamo de aquellos. Por lo tanto, y hasta el momento son sólo estos personajes quienes ven o creen ver a Violeta  en la esposa de Carlos.
A medida que la historia avanza, Cristina empieza a preocupar más y más a su marido por sus conductas, al punto de preguntarle a él: “¿Te gustaría que me llamara Violeta?  Comienza así su viaje “Irme sin irme, ir y quedar y con quedar partirse”. Ese partirse con reminiscencias de un desdoblamiento…  Cristina no deja  de reconocer que ha cambiado mucho aunque hasta acá no se vea afectada su identidad.  Sí admite después y  gravemente que está embrujada y sospecha que está “heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos”: “Canto con una voz que no es mía”. Frente a esto, su esposo hace oídos sordos en principio.
El halo de misterio del relato se mantiene: “no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida”, confiesa Carlos. Se contacta con Arsenia López, profesora de canto y amiga íntima de Violeta quien le devela que “No hay que imaginar que una persona muerta, forzosamente haya sido pura, fiel, buena”. No sabemos exactamente qué pasó con Violeta pero parece que murió de envidia, según la profesora. Ella también añade que su amiga repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella, lo tendrá; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra garganta indigna…”
Desde ese momento Carlos se alejó mudo, horrorizado  de la casa de López y su esposa se transformó para él, en “la misteriosa” Violeta: “Traté se seguirla a todas horas para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña”. Resignación e incertidumbre bañan la vida de un ya solitario Carlos: “Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar, que ahora está deshabitada”.
En conclusión, la cuestión de los gemelos idénticos toma un tinte fantástico, fantasmagórico, el cuento sugiere que la vida que tuvo Violeta  se proyecta en  Cristina y  hace de ésta alguien irreconocible para su esposo mismo; Violeta tal vez desde un más allá va usurpando la identidad de Cristina poco a poco hasta que ésta termina siendo una extraña para Carlos.
Parafraseando a Cristina ahora nos queda ir y quedar y con quedar partirse en la literatura de Silvina Ocampo.


* "La casa de azúcar" se encuentra en el libro La furia y otros cuentos, Madrid, Alianza, 1982

jueves, 22 de septiembre de 2011

El cisne negro (por Graciela Albanese*)

Advertencia: En este análisis se habla del final de la película, así que pueden verla online aquí.


Absorbida por una carrera, donde se exige todo el tiempo control y dedicación, Nina, la protagonista de El cisne negro de Darren Aronofsky (EEUU, 2010) es llevada a representar un papel que no concuerda con su carácter. No solo llevar a escena su más anhelado deseo: ser el “Cisne Blanco” sino también ser ella misma el “Cisne Negro”, empresa que la llevará  a recorrer los caminos más primarios, en un permanente retorno a ser la otra.
Desde el inicio de la vida, comenzamos siendo otro: el soporte materno en el que nos alienamos para no sentirnos desamparados. Esa mirada es el espejo en el que nos reconocemos; pero a medida que el psiquismo se desarrolla esto queda en el olvido y vamos poniendo en escena nuestras propias marcas, es decir, nuestra subjetividad.
¿Pero qué pasa con Nina? ¿Qué hay de esa mirada materna a través de la cual todo el tiempo es observada, por la que cada vez que intenta hacer algo por sí misma es reprimida? Esa madre no es cualquier madre, es alguien que mientras le dice delicadamente: “Eres la bailarina más dedicada”, la abraza con una mirada demoníaca: enunciado paradojal donde la palabra significa una cosa y el gesto (enunciación) otra.
La película va poniendo en escena la cuestión del doble: Lily va a ser su representante, esa otra que va a encarnar el ideal en que debe convertirse. Nina es sólo el “Cisne Blanco”: perfecta, virginal, disciplinada (símbolo del lugar que ocupa en el deseo de la madre) que deberá liberarse para representar el otro papel, el lujurioso. Thomas, el director, y Lily van a ser los encargados de que ello ocurra. Este hombre que debería entrar para romper los espejismos, es el que los va a convocar. En cada ensayo la seduce, la provoca, la incita a desinhibirse, a conectarse con su sexualidad… De esta manera, empieza a generar en Nina las primeras alucinaciones, por ejemplo, cuando se masturba y le sale sangre por la nariz y las uñas, mientras, asustada, ve la cara de Lily en la bañera.
Estas imágenes anticipatorias son tan fuertes que el espectador comienza a compartir el impacto perceptivo, al punto que duda si se trata de una realidad o no.
No sólo el erotismo cobra vida sino además la agresión, masoquismo primordial, donde se ubica tanto frente a la madre como al hombre.


Cada intento de liberación y de acercamiento al sexo masculino es trabado por su madre. Como el camino hacia el hombre queda vedado, surge este retorno a la madre, lo que se ve representado en la escena lésbica que tiene con Lily: "¿Fue soñada o real?",  se pregunta sin entender lo sucedido. Mientras tanto, la realidad ficcional sigue cobrando fuerza, como en el encuentro de Thomas con Lily cuando tienen sexo. Esa imagen la llena de frustración (el Cisne Negro le arrebata a su amado).
Este paralelismo  va generando la  competencia y, como consecuencia, la exclusión. Esa nada la pone en el lugar de objeto que convoca el odio más profundo. La metamorfosis cobra vida.
El día del estreno Nina logra dejar atrás todos sus impedimentos y sale a escena bailando como la hermosa princesa. Mientras está en la cima se asusta del lugar tan alto que ocupa, trastabilla y cae. Baja el telón y sale llorando.
Thomas no tolera su error y Lily es propuesta para reemplazarla en el Cisne Negro. La vivencia de perder protagonismo la lleva al clímax de la locura y vuelve la escena alucinatoria. Cree ver a Lily, la agarra del cuello y le clava un cuchillo: hay un goce mortífero en su mirada. Poco a poco, culmina su transformación y se convierte totalmente en un Cisne Negro que despliega toda su lujuria. Cuando termina la danza, Lily la felicita; comprueba Nina  de esta manera que Lily está viva, mientras siente el vidrio clavado en su cuerpo (llora, agoniza, conmueve la mirada de tristeza en el espejo) y gimiendo de dolor, sale a escena.
 Cuando cae,  su cara  es plácida y tranquila, siente en ese instante que ha logrado la perfección.

Sentirse un cisne no es ser un cisne

La historia del Cisne Negro convoca el regreso a estos espejismos.
Lily representa la rival que quiere robar su amor, pero Nina no puede mantener la distancia como no pudo con su madre, pelea por el amor del hombre que la podría liberar, pero en la exigencia de sacar lo más pasional, se despersonaliza, hasta el punto que trastoca lo real.
No puede construir ese adentro y ese afuera. Es a la otra que quiere matar: al Cisne Negro que  quiere arrebatar su amor. La metamorfosis ya se ha provocado: ha incorporado a su otra a sí misma y en un intento de matar afuera lo que está adentro, se termina suicidando: ella misma ya es el Cisne Negro y Blanco a la vez.
Lo más importante en esta historia es que hay un desconocimiento de esta identificación.
Es una metamorfosis sin metáfora: como los locos que se creen Napoleón. 

*Graciela Albanese es psicóloga

miércoles, 31 de agosto de 2011

¿Qué ves? ¿Qué ves cuando me ves?: una lectura de El Dragón rojo de Brett Ratner (por Jimena Bramajo*)

“¿Qué ves cuando me ves?/ Cuando la mentira es la verdad. . .”, cantaba hace ya algún tiempo una vieja banda de rock argentino.
Y es ésta la incógnita planteada que nos inquieta muchas veces, que nos lleva a cuestionarnos qué somos realmente, y qué o cuánto de eso reflejamos en los demás.

Lo cierto es que sin saberlo, casi mecánica e inconscientemente somos uno y muchos a la vez, que vivimos tras máscaras sociales: no somos los mismos un lunes a la mañana en el trabajo, que un viernes por la noche con amigos o la familia. Sin embargo, es importante tener en cuenta que en verdad somos siempre los mismos, sólo que nuestro comportamiento cambia frente a determinadas circunstancias sociales que así lo requieren. 
El problema se plantea cuando el cambio va mucho mas allá, cuando ya no se siente que es uno el que se amolda a una determinada circunstancia, sino que se experimentan ciertas alteraciones de la personalidad, o la sensación de la coexistencia de dos o más identidades o estados de la personalidad que controlan el comportamiento del individuo de modo alternante. 
Expertos en el tema denominan a este síndrome “trastorno de la identidad disociativa” o “T.I.A”, trastorno que sufre Francis Dolarhyde protagonista de la versión cinematográfica de El dragón rojo, película estadounidense dirigida por Brett Ratner, estrenada en 2002 y basada en el libro El dragón rojo de Thomas Harris. Es la primera película de la saga de Hannibal Lecter y segunda adaptación de la novela, tras Manhunter.
Lo cierto es que Francis, o el Señor D, representa un personaje traumado por una infancia de abusos y maltratos, consumido por la idea de una transformación que acerque a él y a sus víctimas a las concepciones del artista y poeta William Blake, plasmadas en la imagen del “Dragón rojo”.
Es así que Francis entrenará su físico de manera obsesiva con la idea de "renacer", de poder ser otro diferente del que fue, y del que inevitablemente es. El simbolismo del Dragón Rojo tatuado en su espalda expresa el estado patológico de necesidad de cambio en su cuerpo y en su alma.
Freud en su articulo “Lo siniestro”, plantea que lo extraño tiene una relación directa con lo siniestro y que esto no suele suceder fuera del contexto de la vida cotidiana, sino que es aquello que podemos encontrar en nuestro día a día. La interpretación que hace Freud es que la sensación de extrañeza ocurre porque se despiertan ciertos fantasmas inconscientes reprimidos desde los primeros años de vida del individuo. 
De este modo, entendemos que la triste y desolada infancia que tuvo que atravesar Francis por sus deformaciones y su posterior abandono familiar, lo marcaron lo suficiente como para generar su posterior odio y rencor social, que arrancó lo peor de él y que lo convirtió en un monstruo.
Es así que Francis encarnará por un lado al hombre atractivo, misterioso y retraído que logrará la atención de las mujeres, así como también logrará el amor de Rena y, por otro lado, será la encarnación misma del dragón que busca a sus víctimas en noches de luna llena, que sin escrúpulos las tortura, las asesinas y les coloca pequeños fragmentos de vidrios en las órbitas de sus ojos para que parezcan vivos, para que sirvan de espectadores mientras él realiza los actos más macabros y perversos. 
Francis, en un diálogo con Lounds, el periodista del nacional , secuestrado en ese entonces, le dice “No soy un hombre, empecé como tal, pero cada ser que cambio me convierte en algo más que un hombre”.
Minutos más tarde, le pregunta: ¿Quiere saber quién soy? Y como respuesta le presenta ante sus ojos su cuerpo desnudo, cubierto por la imagen del dragón rojo.
Las fotos de sus víctimas pondrán en su propia boca la palabra “transformación”, término que quedará ligado a las imágenes posteriores, en donde se muestran los cuerpos de sus víctimas antes y después de su sangriento accionar, y utilizará el término “renacida” para calificar a una de ellas ya fallecida, torturada, y con vidrios en sus ojos.
Francis le hablará también de su transformación, y la historia terminará de cerrar para nosotros como espectadores, cuando entendamos qué es lo que él siente o experimenta en esas transformaciones: “Yo soy el dragón, y usted me llama demente”.

El doble se presentará a través de la mutación, de la metamorfosis que experimentará este individuo, y que lo llevará a cometer los actos más perversos e impuros.
La debilidad de Francis, de este personaje monstruoso, será su amor Rena, muchacha ciega, que consigue arrancar los sentimientos más puros del protagonista, quien no dejará que el Dragón se la lleve y, para evitarlo, en un acto de ira y desesperación, intentará suicidarse e incendiará su propia casa, así como también ingerirá la pieza auténtica en donde estaba plasmada la imagen del dragón rojo, buscando la manera de que este monstruo ya no domine sobre él, que no convierta a Rena en otra de sus víctimas, y como él mismo suplica mirando por el ventanal que “aunque sea se la deje sólo por un tiempo más.(…) porque es buena, porque le hace bien…”
El bien y el mal serán protagonistas alternados en esta historia y a partir de esta dicotomía se desarrollarán un sin fin de hechos indescifrables y extraordinarios que nos revelarán que nada permanece, que todo está en un constante proceso de cambio y que, cuando dos versiones de uno mismo chocan, definitivamente el choque es traumático, difícil, temible, destructor.
Y aún cuando los encuentros no son tan complejos, monstruosos o perversos, aún cuando el "otro yo” no es un ser macabro ni siniestro, el choque se vuelve difícil de sobrellevar, porque todos, en definitiva, nos encontramos con nuestro “otro yo” y ese encuentro muchas veces es traumático. 
Muchas otras, sólo se vuelve nostálgico: cuando encontramos esa vieja fotografía en el fondo del baúl, cuando un recuerdo viene a nosotros o cuando una persona vuelve a nuestra vida y trae consigo imágenes del pasado... Lo cierto es que nos encontramos una y otra vez con nuestros otros “yo”, con lo que fuimos, con lo que el paso del tiempo ya no nos permite ser. Así como también nos encontramos con nuestro “otro yo” que no habla en pasado, sino que nos acompaña en presente y lucha a diario por vencernos, el “yo” reprimido, que se encuentra en lo oscuro, en lo oculto, y que lucha por salir a la luz y dominarnos.
Lo importante en todo caso será no perder el control y no dejarnos vencer nunca por el otro que no queremos ser. 

¿Qué ves? 



¿Qué ves cuando TE ves?

* Jimena Bramajo es profesora de Lengua y Literatura.